viernes, 24 de junio de 2016

Sobre la publicación de libros


Muchos de nosotros, los que escribimos, comenzamos siendo lectores y en el placer de la lectura desarrollamos ocasionalmente admiración hacia el que escribe; nos preguntamos cómo se le pudo haber ocurrido esto o aquello, o cómo es posible que diga tal cosa y de ese modo. Después de insistir leyendo varios libros del mismo autor, podemos imaginar que comprendemos cual es la fórmula que utiliza, cuáles son sus técnicas y sus recursos, a veces no solo se trata de imaginación y efectivamente logramos descifrar alguno de sus patrones; es este el instante a partir del cual algunos comenzamos a sentir la enorme tentación de arrojarnos a la aventura de escribir. En definitiva nuestros primeros escritos se parecen mucho a los de quienes admiramos y en muchas ocasiones son devenidas imitaciones, por esta razón la mayoría de los escritores tenemos miedo al plagio, a decir cosas ya dichas, sin embargo, yo le temería más a la remota posibilidad de que escribamos algo original. Borges dijo que todos los escritores de su tiempo, incluido él, quisieron escribir como Lugones y también dijo que terminó resignándose a ser Borges.   

Casi siempre nuestros primeros escritos nacen en la más estricta soledad y más aun en la clandestinidad del escondite, esto podría deberse al hecho de que sabemos que estamos  jugueteando con algo demasiado noble, casi como un gato que juega con la presa muerta sin tener razón alguna, simplemente, porque puede. Sin embargo cuando escribimos algo que nos gusta, sentimos, al menos por un rato, las ganas de salir del escondrijo para que alguien de extrema confianza nos lea.    
En definitiva puedo decir que quienes cruzaron el umbral del anonimato y muestran sus producciones personales, están de un modo u otro, buscando para sí algún estímulo del exterior. Si solo se tratase de una exploración artística, de un ejercicio literario o de la experimentación de un placer, la muestra y eventual publicación no serían factores indispensables, siquiera útiles.

Cuando decidimos que lo que escribimos se va a convertir en un libro comenzamos a transitar una de las más arduas y horribles tareas del escritor que es la de la corrección. Actividad que se nos torna insoportable principalmente porque nos somete a leernos, y rara vez leemos sin la severidad del corrector, inclusive la burla del crítico, padeciendo en carne propia los aguijonazos que estos despiadados nos propinan en cada frase, que para propia desgracia, si no se hacen presentes en la corrección, esta puede llegar a ser ineficaz. Recuerdo que una vez estuve muy cerca de hacer una corrección literaria perfecta, comencé a quitar fragmentos al libro que había escrito y casi quito todo. Si hubiese quitado todo lo escrito, el libro no sería tal cosa, pero la corrección hubiese sido perfecta.
Un libro es muchos libros antes de llegar a ser ese que es. Una vez que se hizo la última corrección, el libro posee entidad por un instante, esa es la plenitud en la vida del libro, a partir de este momento comienza a mutar infinitas veces ante los ojos de los lectores y esta tragedia no es la peor que tiene que atravesar un libro, también corre el riesgo de que nadie lo lea y entonces le toca el peor de los destinos: ser un objeto obsoleto. 

La gente y especialmente los jóvenes tienen la idea de que todo escritor posee genio o es un intelectual, inclusive, muchos se apresuran a escribir un libro simplemente para figurar en ese pedestal, sin embargo, aquellos que hayan leído  con cierta regularidad, seguramente se habrán topado alguna vez con libros perfectamente olvidables colmados de tropiezos, aun así siguen existiendo quienes creen que todo lo escrito posee cierta gravedad. Recuerdo a mi amigo Juan que en una ocasión, intentando demostrar profundidad, dijo: En mi ateísmo absoluto debo admitir que algunas cosas planteadas en la biblia son verdaderas, esto me deja la enseñanza de que todo texto tiene algo de cierto. otro amigo intentando demostrar sentido del humor se apresura a escribir en un papel y le pide a Juan que lea en voz alta; éste accede y lee: ¡ESTÚPIDO EL QUE LEE!.


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